“Los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad”. Así comienza el Artículo 7° de nuestra constitución.
Si reconocemos a cada habitante como un ser humano constituido, con derechos y obligaciones, con capacidad de razonar, con dignidad, y capaz de elegir quienes lo representarán en democracia también debemos aceptar que, como individuo, es dueño, amo y señor de su vida y, por lo tanto, de su muerte.
La muerte a veces nos encuentra a los 90 años, otras veces a los 9. La ciencia nos ha permitido, y está más que demostrado, directa o indirectamente elevar nuestra esperanza de vida. No hablo solamente de la ciencia medicinal, sino de toda la ciencia en su conjunto. Si observamos las muertes en el 1800 y las comparamos al día de hoy, veremos como no solo tenemos mayor esperanza de vida generalizada sino también menos muerte (en proporción) y, a su vez, la ciencia también nos ha dado una manera de morir de forma indolora.
He escuchado y leído mucho acerca de muerte “digna”, pero sin embargo esta definición no me gusta. La muerte nunca es digna, no hay dignidad en la muerte. Muchos mueren en un sueño profundo, muchos en extrema agonía, otros acompañados y otros tantos completamente solos. La única manera de tener dignidad es viviendo, viviendo con dignidad.
Ya desde la antigua Grecia existía este debate. Podemos recordar como Sócrates, quien apoyaba la eutanasia, decide terminar con su vida ingiriendo veneno. Allí, mientras quienes lo veían sufrían, él permanecía tranquilo. También podemos recordar detractores, como Hipócrates (de donde viene el juramento hipocrático): “Y no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan, ni sugeriré un tal uso, y del mismo modo, tampoco a ninguna mujer daré pesario abortivo, sino que, a lo largo de mi vida, ejerceré mi arte pura y santamente”.
Más allá de las concepciones religiosas y espiritualistas que podamos encontrar en el juramento hipocrático, está bien resaltar que es una guía moral, básica, para todas aquellas personas que ejerzan la noble profesión de la medicina.
Todos, por lo menos una vez en la vida, y la humanidad, a lo largo de la historia, deberíamos cuestionarnos las reglas básicas. No con un fin destructivo sino todo lo contrario. ¿No es para tratar pacientes, es decir, seres humanos, que una persona se convierte en médico? En verdad, el médico combate enfermedades, infecciones y otros tipos de padecimientos, pero sin seres humanos no existirían unos ni otros, es decir, el fin primero y último motivo de un médico es salvar la vida del paciente.
Ahora ¿Qué sucede hoy en día si una persona rechaza completamente la asistencia médica? Digamos que una persona, completamente consciente, recibe un diagnóstico que de no ser atendido desembocaría en su fallecimiento. Un individuo no puede ni debe ser obligado a recibir ningún tipo de tratamiento si lo desea y así lo dice la Ley Nº 19.286 en su artículo 47°.
“El médico debe respetar la voluntad válida de un paciente que libremente ha decidido rechazar los tratamientos que se le indiquen, luego de un adecuado proceso de consentimiento informado”
Así como un ciudadano no puede ser forzado a recibir tratamiento, tampoco puede ser forzado a vivir. Es tan sencillo como eso. Aquellos que tengan problemas éticos, morales o de cualquier motivo ulterior pueden intentar convencer al resto de las personas de por ejemplo no cometer suicidio, no quitarse la vida, recibir tratamiento, etc. Pero NO pueden obligar.
Tampoco se puede y debe obligar a un médico a terminar con la vida de otra persona, no importan las razones que éste tenga.
Se ha esgrimido que las sociedades médicas están detrás de esto. E incluso si decidimos ignorar lo ya dicho, es decir, la voluntad de la persona que desea terminar con su vida, estimo que es un tanto ridículo que las sociedades médicas, en un afán por no perder dinero, quieran encontrar un beneficio en la aprobación de la eutanasia. Asumamos por un momento que sí. Por añadidura, entonces, el Estado, nuestro Estado, que tiene una gran carga monetaria en el negocio de la salud pública también lo tendría. Nuestro sistema, el FONASA, se nutre de muchas personas que, con sus aportes, no solo obtienen su seguro médico, sino que además contribuyen al de otros… ¿No sería entonces, mejor para el Estado, tener a la mayor cantidad de personas vivas posibles y, por lo tanto, aportando a este sistema? ¿No ganan las sociedades médicas dinero al atender personas? De lo contrario, los hospitales no existirían.
Lo que claramente podemos ver, del otro lado de la moneda, es a aquellos que producen medicina para aplacar dolor, para mantener a personas con vida. También, aunque en menor cuantía seguramente, se reduciría el personal médico, entre otros, de ser aprobada la eutanasia.
Al final de todo, todos estos argumentos de beneficios periféricos no importan y lo que sí importa, al principio y al final, es la decisión de la persona en cuestión. No somos ni podemos ser tan arrogantes de creernos seres superiores capaces de decidir por otra persona, estando ésta en el completo uso de sus facultades psíquicas, si vive o muere.
Podremos siempre, desde un punto de vista humanitario, intentar, pacíficamente y mediante los métodos que creamos pertinentes, sin coartar su libertad de elegir, convencer a la persona de no irse de este mundo.
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