Enero de 1800: Estancia de Santiago Basualdo (Ferro) y María Isabel Franco, cerca del río Queguay, muy próximo –paradójicamente– a Salsipuedes. Caía la tarde cuando el matrimonio, alertado por el ladrido de los perros, divisó a los lejos la llegada de un grupo de personas. Era el malón indígena, los “infieles”, charrúas y minuanes nómades acobijando a algún que otro “cristiano” desertor de la sociedad colonial. Arribando con furia aplicaron su modus operandis dando muerte a Basualdo. Su esposa, una jovencita de 18 o 19 años por aquél entonces, lo vio estaqueado en el suelo lleno de heridas mortales. Sin mediar palabra la subieron a un caballo en pelo a efectos de volver a las tolderías. Atrás quedaba, entre llanto y desconcierto, el rancho incendiado. Isabel Franco, la mujer, pasaba a ser una cautiva de los charrúas.
No sería ésta la única historia que la documentación de época atestigua. Eran tiempos de la sensibilidad “bárbara” en términos de José Pedro Barrán. Bajo estas circunstancias, la interacción entre la sociedad colonial –devenida posteriormente en el Estado Oriental del Uruguay– y los “infieles” siempre fue hostil. La rudeza y la violencia eran moneda corriente en pagos donde algunos pretendían avanzar, al tiempo que otros procuraban resistir y sublevarse al orden impuesto.
El rapto de Isabel Franco se ubica en un contexto difícil para la vida en la campaña. Más aún en los “campos desiertos” al norte del Río Negro donde ni dios ni la ley llegaban con fluidez. Sí el desamparo era para el baqueano una constante, la mujer no tendrá mejor suerte. Al ser considerada un “objeto”, para muchos contenía las dramáticas cualidades de codicia, posesión e intercambio.
En la misma toldería que “nunca nadie escapó”, tiempo después, sería retenida por la fuerza Francisca Elena Correa con su pequeña hija de siete años. De hecho, los “infieles” no dudarían en herir a la niña de un flechazo en pleno rapto. Allí conocería y entablaría relación con Isabel Franco. Juntas vivirían una experiencia de profunda amargura. No resulta temerario imaginar las atrocidades y vejámenes que ambas mujeres tuvieron que soportar.
Si bien, luego de una fuga exitosa tras pasar siete meses en cautiverio, Francisca Correa declararía que las “chinas” (mujeres “infieles”) la trataban bien y le contaban las aventuras de los “guerreros” en sus salidas; existen registros de golpizas e incluso abuso sexual de otras mujeres por parte de sus captores.[1] Así se supo que en varias expediciones se robaban caballos y en una ocasión “mataron a dos hombres, y una mujer embarazada, con una criatura como de edad de dos años según vio la ropita de ella la que declara”. Y más aún, en otra oportunidad la propia declarante “vio lavar la ropa de los difuntos [enemigos caídos en combate] que era tanta, y tan ensangrentada, que el río en que la lavaron se tiñó tanto que parecía ser pura sangre”. [2]
Maria Isabel Franco fue rescatada más de un año después de su captura, el 1° de mayo de 1801 en los montes del denominado “corral de Sopas”, a orillas del arroyo del mismo nombre. Luego de una acción militar liderada por el capitán Jorge Pacheco se liberó a la citada mujer y a otros dos muchachos también cautivos. De acuerdo al diario de operaciones del capitán Pacheco, en el momento del rescate “se advirtió [en un momento de total desesperación] que las indias mataron porción de niños de pecho [¿infanticidio mediante asfixia?] por no ser descubiertas en el monte por lo que registraban, en caso de llorar”.[3]
Dicho esto, bien se puede afirmar que las tolderías charrúas fueron unos de los primeros centros clandestinos de detención en el Río de la Plata. La afirmación no excluye los raptos de “otras” mujeres por fuera de la órbita eurocéntrica (“infieles”, esclavas africanas, afrodescendientes, indígenas guaraníes misioneras), muchas de ellas sin nombre y en el olvido. Del mismo modo, tampoco desconoce los atropellos de algunos integrantes de la sociedad jesuítica misionera, los bandeirantes o los propios orientales en estas zonas de frontera.
En definitiva, es hora de cuestionar los estereotipos con los que recreamos el pasado. No pretendemos juzgar la existencia de un indio “malo” o un indio “bueno” que, de acuerdo a la clásica (re)construcción de la historia nacional, siempre será mejor el que no existe. Lejos estamos de la aureola romántica del charrúa de mirada azul. Más apartado aún, de aquel enfoque sesentista que necesitaba, ubicando su atención en los grupos humanos nativos, identificarse con una América Latina convulsionada. Es decir, no condice con la historia el tan arraigado “charruismo” uruguayo, o peor aún, la tesis del charrúa como “el indio uruguayo”.[4]
Sí diremos que, de poseer una actitud crítica, nunca se hubiese convalidado, por ejemplo, depositar los restos del repatriado cacique Vaimaca Pirú en el Panteón Nacional. Es innegable la angustia y el dolor que a toda persona le provoca el desarraigo. Así pereció. No obstante, su etnia nunca tuvo vínculos con la institucionalidad de su tiempo. Es probable –sí de honores hablamos– que el mejor reconocimiento sea dejarlo descansar en paz en algún monte indígena.
De cualquier forma, de una u otra manera, lo que algunos llaman patriarcado y otros denominan desigualdad de oportunidades carece de caducidad y no distingue color de piel entre víctimas y victimarios. Buena cosa sería que, trascendiendo los reducidos ámbitos académicos y los viejos expedientes judiciales, en el nomenclátor de las calles capitalinas –o algún paraje del interior– esté el nombre “Isabel Franco”, la cautiva que representando a muchas mujeres padeció violencia de género proveniente del malón de “infieles”.
[1] Bracco, Diego (2016) Cautivas entre indígenas y gauchos. EBO, Montevideo, Uruguay.
[2] Ob. Cit. Pp.94-95.
[3] Ibídem, pp.91.
[4] Padrón Favre, Oscar (1996) Ocaso de un pueblo indio. Historia del éxodo guaraní-misionero al Uruguay. Ed. Fin de Siglo.
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