Desde finales del siglo XIX con los intelectuales patricios hasta los años sesenta con los revisionistas de izquierda, partiendo desde diversos puntos de vistas e intencionalidades, ambos convergieron en ensalzar a la etnia charrúa al pedestal mitológico. No obstante, en su (re) significación se procuró silenciar los aspectos más perturbadores de su existencia. El propio Tabaré de Juan Zorrilla de San Martín es un indio que, pese a su espíritu indomable, tiene desarraigado el “salvajismo” desde su penetrante mirada azul. Proviene de una madre ibérica y un padre indio. De allí su drama: no es visto como “blanco” ni “indígena”. Su final no era otro que perecer frente a una sociedad que recibía con júbilo a los inmigrantes que descendían de los barcos. Vayamos por partes.
En primer lugar, se debe cuestionar esa autoimagen de un país “de blancos”. Nuestros antepasados no son enteramente “tanos”, “gallegos” o de algún otro lugar de Europa. Esa mirada típicamente centralista, citadina y sureña de un país de “excepcionalidad” parece olvidar los grandes movimientos intrarregionales de parte de los afrodescendientes (antiguos esclavos) y los guaraníes. El norte del Río Negro es una viva postal de ese rasgo socio-demográfico que algunos comunicadores desde Montevideo pretenden describir de modo burlón y grotesco.
Por otra parte, si el asunto es revindicar una etnia y simbolizar la fusión del criollo y el indígena; no es el extinto “Tabaré” de Zorrilla de San Martín el mejor ejemplo. Los trabajos del historiador Oscar Padrón Favre avalan la desacertada elección. Es el guaraní –cristiano, sedentario y agricultor– y no el charrúa –nómade, “infiel” y cazador– el pueblo que estuvo “en la génesis de nuestra población, nuestra economía y nuestra cultura”.[1] Nuestra historia tiene una gran deuda con estos indígenas. Sólo basta constatar la topografía nacional y sus nombres guaraníticos, los primeros ranchos de adobe y paja construidos por los “tapes” misioneros junto con el abuelo de Artigas –Juan Antonio– en el novel poblado de Montevideo, el fuerte vínculo del comandante “Andresito” Guazurarí con José Gervasio en la etapa revolucionaria y la predilección de Fructuoso Rivera por tener un cuerpo de armas integrado principalmente por la etnia guaraní-misionera. De hecho, con ellos recuperaría las Misiones Orientales, poblaría el norte en un intento por limitar al Imperio del Brasil –curiosamente desconocido por algún que otro detractor– y fundaría Bella Unión o Colonia del Cuareim, entre otras poblaciones indígenas. Para los guaraníes, laboriosos y religiosos, Don Frutos era el protector y reivindicador de los derechos indígenas bajo la desconfiada y prejuiciosa mirada de los “doctores” montevideanos, siempre atentos al color de piel y a cualquier intento de descentralizar los destinos del naciente Estado Oriental. Si por Rivera fuere, habría gobernado de forma permanente bajo la sombra de alguna tapera duraznense.
Al mismo tiempo, aquellos misioneros que pudieron ejercer la ciudadanía se incorporaron de pleno en el Estado Oriental, mientras que desde la génesis del ejército nacional el aporte de los agricultores devenidos en soldados se patentó con la destacada presencia del Brigadier General Fausto Aguilar y el Teniente General Pablo Galarza.
Finalmente, como es sabido, la entrega del gauchaje y los charrúas a la causa revolucionaria fue integra y valiente. No obstante, los mismos no tuvieron motivados por un fin patriótico o supra-terrenal. Menos aún, su presencia no fue constante en el tiempo. En la causa artiguista estaba, sin más ni menos, la oportunidad de sublevarse contra la autoridad española, la misma que tantas veces los había perseguido. Después vendrían los bonaerenses y los lusitanos. Es decir, si exceptuamos la tranquilidad institucional de 1815, el resto de los años (1811-1820) estuvo signado por la inestabilidad política, caldo de cultivo para estos grupos sociales. Es sintomático que después de 1825 su presencia por la causa comenzará a descender, y, salvo para el levantamiento armado de algún caudillo, la existencia permanentemente laboriosa será la del guaraní. No otro.
Así como en Mesoamérica con los Totonacas, Tlaxcaltecas y la propia “Malinche”, término erróneamente asociado con la traición; en el Río de la Plata los guaraníes venían sosteniendo un largo conflicto con otros pueblos indígenas. Es decir, una miope visión de la historia y la literatura olvida decir que los Mexicas (Aztecas) fueron los primeros conquistadores prehispánicos en imponer altos tributos y sacrificios humanos a sus dominados. De igual forma, el odio interétnico entre guaraníes y charrúas no podía ignorar las eternas agresiones de la “garra” a los poblados misioneros, muy especialmente a sus mujeres.
A modo de ejemplo, los jesuitas desde el siglo XVIII expresaban con preocupación la existencia de “infieles” que “habitan las campañas de la otra banda de este gran río y en ellos ejecutan todo género de hostilidades de muertes, robos, salteamientos y violencias de mujeres, así doncellas como casadas con los españoles que van a dichas campañas a hacer faenas de sebo y grasa y recogidas de ganado, y especialmente [contra] los indios guaraníes que están a cargo de los padres de la Compañía de Jesús”.[2] De allí que, en 1800, mientras Artigas prestaba servicios al cuerpo de Blandengues procurando imponer el orden en la campaña persiguiendo –en otros– a los charrúas, en la avanzada sobre una toldería minuana se halló a “dos cristianas cautivas, el hijo de una de ellas, y un muchacho del pueblo de San Borja como de 10 años”.[3] El mismo año, mientras Isabel Franco continuaba secuestrada por la “garra charrúa”, en una estancia del pueblo de La Cruz la citada etnia había capturado a “una china con dos hijitos que habían concurrido a llevar una muda de ropa a su marido y respectivo padre”. La escena se repetiría una y otra vez. El objetivo: “sacar muchas mujeres” de los pueblos de Misiones.[4]
En definitiva, no es difícil imaginar las ansias del pueblo guaraní en tomar partida en la campaña contra los charrúas. Sus hermanas, esposas y madres eran permanente acechadas y violentadas. ¿Acaso es posible acusarlos de traición? En la extensa confrontación de la sociedad hispano-criolla-guaraní contra la aborigen charrúa estará la opción uruguaya por glorificar al “indio muerto”, aquél que no puede reivindicarse por sí mismo y que, paradojalmente, poca vinculación tuvo con la historia “nacional”.
Es indudable que cada grupo humano siente y vive de acuerdo a determinadas circunstancias históricas. Los charrúas así lo hicieron. Empero, lo equivocado del planteo no está allí sino en los anacronismos temporales, las deudas y sobrevaloraciones a los aportes de ciertas comunidades indígenas y la maniquea manipulación político-partidaria del pasado desde el presente. Tal vez sea el tiempo de interpelarnos y preguntar hasta cuándo seguiremos aceptando una cultura basada en el secuestro y la esclavitud de mujeres como elemento de identidad nacional.
[1] Padrón Favre, Oscar (1996) Ocaso de un pueblo indio. Historia del éxodo guaraní-misionero al Uruguay. Ed. Fin de Siglo, p.14.
[2] Bracco, Diego (2016) Cautivas entre indígenas y gauchos. EBO, Montevideo, Uruguay, p.41.
[3] Op. Cit.
[4] Ibídem; pp.41-42.
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